Por Rolando Morales Flores
En los momentos más personales de epifanía es usual las remembranzas de tiempos pasados. 2014, 2015, 2016, las estanterías de las librerías más famosas mostraban un común denominador con las salas de cine. Una moda que llamaba la atención a cualquier persona y que es un punto de referencia, me refiero a los booms literarios entre los adolescentes de esos años.
Los Juegos del Hambre de Suzanne Collins, Divergente de Veronica Roth y Maze Runner de James Dashner, obras que por sus elementos aparentes pueden llegar a ser encasillados dentro del género de la distopía, pero si los analizamos bajo una lupa detallada podremos vislumbrar una curiosa perspectiva.
De acuerdo con su etimología, el término distopía describe una “sociedad imperfecta”. Es una representación de una sociedad ficticia e indeseable en su propia naturaleza, normalmente con elementos totalitarios e ideológicos para fundamentar su cohesión, siendo el antónimo de la utopía. El primer uso de este concepto se le atribuye a John Stuart Mill, quien lo acuñó en 1868, por lo tanto, la distopía crítica literaria se define, de acuerdo con Rafaella Baccolini, como aquellas obras que “mantienen un núcleo distópico y, aun así, contribuyen a deconstruir la tradición y reconstruir alternativas”.
El Talón de Hierro, de Jack London, es considerada como la primera novela distópica. Publicada en 1908, es una obra en la que se describe el surgimiento de una sociedad oligárquica en los Estados Unidos.
Desde sus inicios, la distopía ha fungido como un medio de crítica, uno en el que el autor tomaba un determinado aspecto de la sociedad que, desde su perspectiva subjetiva, consideraba erróneo o dañino, y a partir de ahí se imaginaba una historia futura en la que el elemento focal jugaba un papel clave en el desarrollo de la trama. Su principal propósito es el de propiciar una advertencia en el imaginario colectivo y, por ende, generar un cambio social.
Normalmente, se considera a la distopía como un subgénero de la ciencia ficción, ya que el camino hacia el futuro debe estar fundamentado y ser coherente con su narrativa, contener elementos protagonistas que sirven de catalizador para la crítica y, por supuesto, el contexto en el que fue publicada la novela en cuestión. Todo dentro de sus propios límites, no hay que olvidar que estamos hablando de ficción. Un ejemplo de esta relación simbiótica se puede ver en las obras de Isaac Asimov, principalmente en las novelas de la Fundación.
Ejemplos representativos de este subgénero son:
1984, de George Orwell, una obra que muestra una sociedad totalitaria en la que los ciudadanos se mantienen vigilados por el gobierno a partir de diversas prácticas que hoy en día nos pueden parecer de lo más normal, ya que están presentes en nuestra cotidianidad.
Un mundo feliz, de Aldous Huxley, expone la ironía de un futuro utópico en el que todos viven en armonía al haber superado los mayores retos de la humanidad. Sin embargo, la superación para llegar a este estado perfecto implica un extremo control de la sociedad, anticipándose a ciertos elementos de nuestra actualidad, como las drogas o las tecnologías reproductivas.
Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, presenta un panorama en el que los bomberos no apagan incendios, sino que los provocan al quemar libros, ya que estos están prohibidos, pues causan que las personas piensen, analicen, cuestionen su vida y los acerca al conocimiento.
Entonces, ¿las supuestas distopías adolescentes cumplen con los requisitos para ser consideradas dentro de este género? La respuesta corta es un rotundo no, la respuesta larga es un poco más complicada.
Si bien al observar superficialmente estas obras literarias parecieran cumplir ciertos elementos de la distopía, como un futuro pseudo apocalíptico en el que las personas viven oprimidas bajo el yugo de un gobierno totalitario, estos solo son pequeños atisbos que adornan el escenario para presentar la verdadera trama, que es un romance entre los protagonistas, encausado por los elementos de su entorno.
Estos libros cumplen con otros tipos clichés que los autores parecen repetir a cada intento. Como la o el protagonista que tiene un despertar para visualizar su problemática, mientras se enfrenta al gobierno en un intento de rebelión, y la trama romántica avanza a la par de la “distópica”, para que al final de la trilogía se resuelva los puntos fundamentales de la trama liberando a las personas de un control totalitario.
Sin embargo, en la distopía clásica esto es impensable, ya que si bien el protagonista, normalmente, está al tanto de la sociedad imperfecta en la que vive, su principal preocupación es la supervivencia, puesto que sabe que se enfrenta a un enemigo invencible y titánico. La trama parte del tono catastrofista y de advertencia que se manejan en este tipo de historias.
La falta de una crítica sustentada y con carácter coherente es evidente. ¿Qué elemento de nuestra sociedad actual nos llevará a una sociedad jerarquizada como en Divergente? ¿Qué catarsis nos llevará a los eventos del corredor en Maze Runner? ¿Qué evento nos llevará a enfrentar a 24 adolescentes en un coliseo para el entretenimiento de una sociedad privilegiada?
Dicho esto, ¿deberíamos clasificar a las distopías adolescentes como un intento erróneo de copiar a un subgénero para presentar una trama popular en contextos interesantes?
No, ya que no es su intención. Hay que visualizar a estos libros como una puerta de entrada para muchas personas al hábito de la lectura. De acuerdo con datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), México se encuentra en el lugar 107 de 108 países con el hábito de la lectura, con un promedio de 2.9 libros leídos al año por persona.
Sin desmeritar a nadie, estas obras funcionan de forma excepcional para acercar a aquellas personas que buscan comenzar a leer y no morir en el intento. Sus historias apasionantes, pero sencillas, personajes entrañables y mundos nacidos de una imaginación creativa, son atrapantes para la gran mayoría. Es lamentable que, en variedad de ocasiones, como en nuestro sistema educativo, se busque acercar los estudiantes y jóvenes a la lectura a partir de obras tan densas, que la única y lógica reacción es una huida despavorida de ese monstruo glotón que llaman lectura.