Redacción por La Jirafa de Harina
A lo largo de toda mi vida, jamás había sentido el poder engañoso de la nostalgia. Infinidad de artículos en internet me habían convencido de regalarles un click de mi mouse para contarme, sin lujo de detalles ni información científica veraz, que la mente era capaz de retconear las memorias de mi existencia personal para mejorar la calidad de cualquier elemento ahí presente. De ahí que, sin siquiera estar consciente de ello, la versión en mi cerebro de algún amigo a quien dejé de ver hace años, luciese más guapo, más amable, más genial de lo que nunca fue en la vida real. Platillos que extrañaba habrían sido transformados en comida con mucho mejor olor, apariencia o sabor. Y, por supuesto, los pasatiempos que absorbieron preciosas horas de mi infancia se podrían haber convertido en muestras de tecnología y creatividad técnicamente imposibles para la época. Llegué a escuchar sobre el fenómeno decenas de veces, pero no había tenido el desplacer de experimentarlo. En varias ocasiones, he revisitado películas que amaba en la infancia sólo para darme cuenta que algunos chistes o momentos no son tan divertidos como los recordaba, pero nunca eran algo completamente distinto a lo que habitaba en mis memorias.
Y, entonces, decidí revisitar Mighty Morphing Power Rangers para el SNES hace un par de días a pedido de mi subconsciente.
La última vez que interactué con algún episodio o mercancía relacionada a los Power Rangers, el mundo no conocía qué era un DVD. A pesar de estar vivo cuando un puñado de productores de Hollywood decidió que el 2017 sería el año perfecto para rebootear la franquicia con una película “realista y obscura”, seguí el ejemplo de la mayoría del mundo y la ignoré vilmente. Los Power Rangers eran solo un recuerdo. Un recuerdo bonito, pero nada más. Y como tal, la idea de regresar a disfrutar una de las franquicias que más consumió mi infancia nunca pasó por mi cabeza. Simplemente dejé que los recuerdos que amasé a lo largo de mi vida se mantuvieran tal cual eran en mi cabeza, generando moho digital y formando parte de mi historial televisivo.
Pero mi cerebro se acordó de esta franquicia de la nada. Aún desconozco qué fue la chispa que le hizo rememorar la existencia de los Power Rangers, pero lo hizo. Sin previo aviso, un lunes por la mañana, mi cerebro quedó inundado por imágenes muy claras de un videojuego basado en la serie. En específico, imágenes de lo que sucedía en el último nivel: la increíble batalla entre un robot gigante y una abominación de diseño de personajes que, asumo, también representaba a un robot gigante. Era, según mi memoria, uno de los momentos más épicos de mi vida.
Mi propia alma, como si lo hubiera soñado en un sueño intransigente al que mi ser consciente no tenía acceso, obtuvo la necesidad de revivir esta experiencia una vez más antes de sucumbir a la adultéz plena, antes de llegar a la edad en la que es imposible sentir felicidad de nuevo. En aras de resolver su situación, se convirtió en una especie de vendedor de espejos personal, de aquellos que no te permiten respirar o tener un momento de paz hasta que no aceptas adquirir uno de sus productos. Mi alma, si pudiera, ya habría abandonado mi cuerpo mortal para encontrarse con el videojuego en el éter de la consciencia humana. Pero yo me aferraba a ella. Me necesitaba para vivir, para poder revivir experiencias.
Entonces, su deseo se volvió inescapable. Las imágenes del nivel final se repetían en los ojos de mi cerebro minuto tras minuto. Eran tan vívidas, tan continuas, que no me quedó más que aceptar la propuesta. Era eso o verme obligado a vivir una vida entera con ese recuerdo clavado en el cerebelo, bloqueando la creación de nuevos pensamientos o ideas, obligándome a referenciar lo poco que recordaba de la serie en conversaciones de la vida cotidiana. Y, tomando en cuenta que absolutamente ningún ser humano en cualquiera de mis círculos sociales ha referenciado a los Power Rangers en la última década, aquello no sería vida.
Me dispuse, entonces, a recorrer el camino de la nostalgia hasta reencontrarme con el cartucho que tantas veces había jugado a los ocho años. Después de ver el precio de una copia de segunda mano de este juego y preguntarle a mi salario de comunicólogo titulado si me lo podía costear sin sacrificar uno o dos días de alimento, decidí recurrir a la legalmente gris área de la emulación.
Cargué el archivo ROM y así mi mando de videojuegos. Apareció la title screen, una pantalla negra con el logo de la serie acompañada de una versión de baja calidad del tema oficial de la serie. Se me enchinó la piel. Estaba a punto de entrar en el mundo de la emoción extrema. Mis dedos no solo temblaban, sino que sudaban al momento de presionar START. No cabía en mí.
Cuarenta minutos después, lo que otrora imaginé como una bonita conexión invisible entre mis primeros años conscientes y mi versión presente, se convirtió en un fiasco con el saldo de un corazón roto.
Yo recordaba al último nivel del juego como una impresionante pelea 2D entre dos criaturas gigantes en mitad de un paraje lunar. Era una pelea digna de un jefe final, un momento que rivalizaba a cualquier cosa presente en las treinta y siete reediciones de Street Fighter II; un desafío visualmente épico, con modelos 3D pre-rendereados sobre una ilustración espacial con acabados matte, los golpes de los peleadores siendo acompañados de chispas metálicas y con música exacerbadamente espectacular de fondo, capaz de alterar la cantidad de serotonina en la cabeza de cualquier ser humano de ocho años a niveles insospechados.
Aún cuando estas supuestas memorias parecían ser posibles dada la tecnología de la época, no tuve más que ver la pantalla de mi emulador de Steam para sentirme decepcionado al ver que no cumplía, ni de lejos, con los estándares que yo mismo le impuse sin base alguna. Había una desconexión brutal entre lo que me acordaba haber jugado a mitad de los 90s y lo que estaba experimentando a mitad de mis 30s. Era como si, lo que se hubiera tatuado en la partición de mi cabeza dedicada a recordar con qué perdía mi tiempo en la infancia, hubiera registrado lo que sentí haber vivido en vez de la realidad normalera en la que estuve presente.
Lo que veía, simplemente, no era lo que recordaba. Mi imaginación debió haber pensado que mi recuerdo no estaba a la altura de ser rememorado y, como mala aplicación de celular dedicada a convertir en HD fotos pixeladas, escaló la calidad de la imagen rellenando espacios borrosos y, así sin más, coloreó mis recuerdos de fantasías baratas en technicolor hasta hacerme creer que esta reinterpretación fue la verdad. Acto seguido, eliminó los archivos originales al considerarlos inútiles.
Tanto así que, durante la mayoría de mi sesión de juego, estaba enteramente convencido de que me había confundido de archivo, pues absolutamente nada de lo que veía en pantalla resonaba en mi cerebro como algo que ya hubiera vivido, no una, sino incontables veces. Pero sí era. Estaba jugando el juego del que me había estado acordando en días anteriores. Aquella burda excusa de pixeles moviéndose entre escenarios genéricos y jugabilidad repetitiva sin desafíos era, en definitiva, el juego que estaba buscando. Lo supe al llegar al último nivel, aquel que, según yo, recordaba vívidamente, el mismo que me había hecho buscarle la pista a este juego, la razón única que me hizo emocionarme al momento iniciar el juego, con una sonrisa infantil en el rostro. Al llegar a él, comprobé que la realidad, tristemente, no suele superar a la ficción.
No pude más que exhalar en voz baja un “ah, ¿cómo? ¿Eso es todo?” tras completar esta batalla sin tanta dificultad. Resultó ser un combate genérico de la época que, aunque indiscutiblemente la mejor parte del juego, no era tan mágico como me hice creer. Era, a fin de cuentas, un nivel más en un videojuego más. Mighty Morphin Power Rangers para el SNES, se podría decir, era un juego normal. Me acababa de traicionar mi propio inconsciente de una manera que ni siquiera pensé posible.
¿Cómo era posible que un artefacto de entretenimiento, incapaz de transformarse a sí mismo, hubiera cambiado tanto entre 1996 y 2022? Nuestro sentido de supervivencia humana, de acuerdo a National Geographic. En aras de prepararme mejor para afrontar la realidad actual, mi cerebro, tan sabio como siempre, decidió que la mejor ruta para mantenerme con vida era reescribir mis memorias sin pedirle permiso a nadie, hacerlas más pertinentes al presente. De esa forma, lo que otrora fuera una memoria con varias capas, cada una con información importante que debía mantenerse por separado para comprender mejor la situación, fue rasterizado y convertido en un JPG de poco pixelaje donde la información “inservible” fue descartada para ahorrar espacio. Esto quiere decir que mi recuerdo de este juego era, en realidad, una amalgama de todas las sensaciones que experimenté cuando lo jugué, con tintes de idealización añadidos sin costo adicional. Me acordaba del aspecto socializante del juego más que de su contenido.
Cuando niño, mis padres solían arrastrarme a la casa de unos amigos suyos cada semana. Yo, aún contando con una edad de un sólo dígito, buscaba negarme a la invitación indirecta de entrar a otro domicilio sin mi consentimiento, más mis palabras caían en oídos sordos. Era, a fin de cuentas, sólo un niño; un niño al que no podían dejar sólo en casa so pena de que me bebiera un galón de cloro y muriera al instante, o algo similar. En pos de protegerme, a mis padres, figuras de autoridad indiscutible, no les quedaba otra que convertirme en su +1 para este tipo de eventos sociales, sobre todo porque dicha pareja tenía tres hijos de, más o menos, mi edad, por lo que la lógica social del mundo dictaba que tendría la oportunidad de “jugar con chicos de mi edad” y “pasármela bien”.
Así que, mientras los adultos gritaban y se divertían en un casino casero de tamaño real, rodeados de humo de cigarros, apuestas en donde se perdía y ganaba en un segundo lo mismo que un comunicólogo titulado gana en dos meses (es decir, muy poco), y todas las bebidas alcohólicas que la cartera virtualmente infinita de sus anfitriones podían comprar, mis padres tenían la falsa tranquilidad de saber que no me estaba aburriendo como una ostra en el interior de aquella casa del tamaño de una plaza comercial mediana.
Y, aunque la conversión física a una ostra no sucedió en aquel momento, no fue precisamente por las razones que ellos imaginaban.
Por razones que poco o nada tienen que ver con el carácter o personalidad innata de los mencionados “tres hijos de mi edad”, simplemente no estaba en las cartas que congeniáramos. No había odio o desprecio entre nosotros ni mucho menos, pero tampoco existió nunca algo que pudiera encender la chispa de una amistad, por lo menos, pasajera. Simplemente existíamos diplomáticamente en el mismo espacio-tiempo con sonrisas falsas enmascarando la ansiedad social que no sabíamos que sentíamos, señales no verbales de que ninguno de los cuatro quería estar allí en ese momento.
Para no vernos obligados a fingir que teníamos de qué hablar, decidimos matar el tiempo de espera entre el ahora y el “nuestros papás o ya acabaron de jugar y divertirse o ya están demasiado ebrios para continuar hablando en español” en alimentar nuestros propios vicios. Lo más rescatable de haber entablado una relación con estos individuos es que, al venir de una familia excesivamente acomodada, sus padres les habían provisto con no sólo todas las consolas actuales en el mercado para mantenerlos ocupados e incapaces de molestar a los adultos, sino que también les habían comprado una colección de cartuchos para cada una de ellas. El número de videojuegos a su disposición era tan numeroso como las colecciones que sólo he vuelto a ver en los escenarios que utilizaban los YouTubers enfocados en reseñar juegos retro a mediados de los 2000
La primera vez que observé estos artículos, no podía creer lo que mis ojos le informaban a mi cerebro. No sólo nunca me imaginé la posibilidad de algo así, sino que, además, descubrí un sueño que no sabía que tenía hasta ese momento. Aún hoy, al recordar dicha cantidad de plásticos grises con sus impresionantes chips de 20MB incorporados en sus estómagos, siento ganas de replicar para mí aquella fastuosamente innecesaria inversión de dinero en videojuegos para los cuales no me queda la suficiente vida para disfrutar.
En ese momento, y aún hoy, quería jugar todos; pasarme la vida entera encerrado en ese cuarto jugándolos todos. Desafortunadamente, mis anfitriones infantiles y yo debíamos mantener las apariencias de querer convivir y aparentar diversión en conjunto en vez de pintar el cuadro renacentista de “niños a medio dormir observa cómo un sujeto ajeno a su familia juega en silencio por hora y media sin prestarle el control”, por lo que nuestras opciones se reducían a los juegos cortos, los de multijugador, o aquellos en donde era fácil morir para pasarnos el control en un clásico “vida y vida, mundo y mundo”.
Uno de los cartuchos que entraba en estas descripciones era, por supuesto, la versión de 16-bits de una de las tantas series que el marketing de los 90s convirtió en necesidades para miles de seres vivos en edad preescolar o primaria, Mighty Morphin Power Rangers. Antes de entrar a esa casa, yo no estaba al tanto de que existiera tal cosa. El momento en que el hijo menor de nuestros anfitriones produjo este juego del interior de un cajón fue el día en que lo vi por primera vez.
“¿Te gustan los Power Rangers?”, me preguntó.
“Y, claro”, dije, de acuerdo a esta versión ficticia de un evento real en el que, por alguna razón, hablo como señor en vez de como niño. “Si a mí los Power Rangers no me gustan, me fascinan.”
“Entones esto te va a encantar”, respondió con una sonrisa pícara en su cara. “Me lo acaban de comprar.”
El videojuego en cuestión, envuelto aún en su caja de cartón que, a su vez, seguía envuelto en celofán, apareció por primera vez en mi realidad. Decir que sentí emoción al observarlo es quedarme corto. Sentí emoción excesiva. Fue un literal volarme la mente. Mis ojos brillaban con luz interior, enfocados como mirilla de francotirador únicamente en aquel videojuego. Mi mundo entero se redujo en un tris a aquel pedazo de plástico gris con una calcomanía pegada encima y mi necesidad de jugarlo. Era una situación de vida o muerte. Era una revelación descomunal, sobre todo en la época pre-internet. Se trataba de un artículo nuevo de la serie de moda; necesitaba saber lo que se escondía en su interior. Si no lo hacía era probable, más no seguro, que moriría de inanición en ese preciso instante.
El niño frente a mí debía sentirse en exactamente el mismo éxtasis que yo, pues, mientras desnudaba su nuevo cartucho con cuidado frente a mí, su rostro emulaba perfectamente la emoción que yo sentía reflejando en el mío. Uno podría decir que, quizá, había estado esperando al momento preciso en que yo llegara a su casa para poder abrir su nuevo regalo. Era como si, para él, lo nuestro si fuera algo más que una amistad pasajera.
A partir de ese día, ese juego se mantuvo en rotación constante cada vez que era arrastrado nuevamente a la casa de los amigos de mis padres. Sin importar cuántas veces lo hubiéramos terminado, no dejaba de ser una experiencia espectacular que queríamos repetir una y otra y otra vez, sobre todo por la emoción de alcanzar el último nivel y ser recompensados con una de las peleas finales más épicas de nuestras jóvenes vidas. Además, era la franquicia de moda. El marketing omnipresente no nos permitía no amar cualquier producto con el logo de la serie.
En más de quince ocasiones, les pedí a mis padres que me compraran mi propia copia de este cartucho. Necesitaba poseerlo para, entre otras cosas, no tener que esperar una semana para volver a poder probar de los néctares de llegar a la pelea del juego. Desafortunadamente, tanto en ese entonces como ahora, no nos hemos podido contar como una familia acomodada, por lo que el presupuesto de compra de videojuegos era muy limitado. El único dinero disponible para el apartado de mi entretenimiento era, aproximadamente, una cifra similar a la que gana hoy en día un comunicólogo titulado cada dos meses – cifra que ni en los 90s ni ahora es suficiente para adquirir un videojuego. Aquella cantidad de dinero, al igual que ahora, apenas alcanzaba para comprarme unos Pingüinos y un Frutsi; tal vez un chicle si el señor de la tiendita se apiadaba de mí. Mis únicas opciones, entonces, eran esperar a que me lo regalaran en mi cumpleaños o navidad, o seguir acudiendo a la casa de los amigos de mis padres en espera de que mi anfitrión tuviera ganas de jugar aquel cartucho conmigo.
El acceder al juego era un volado. A veces mis pedidos incesantes de jugar el juego daban frutos, a veces no. La colección de aquella familia era tan amplia que, entre tanta opción, no siempre íbamos a terminar jugando justo lo que yo quisiera. Por mucho que me pesara, a veces debía sucumbir ante las opiniones de mi anfitrión. Sin importar qué pasara, nos recuerdo jugando Mighty Morphin Power Rangers en repetidas ocasiones. La imagen era siempre la misma: nosotros dos, sentados sobre una alfombra, nuestras miradas clavadas en el televisor CRT de 43 pulgadas, sudando frío al ver cómo se vaciaba, poco a poco, la barra de vida de nuestros personajes justo antes de vencer el penúltimo nivel y con 0 vidas de reserva y el GAME OVER respirándonos en la nuca. Recuerdo cómo, en más de una ocasión, nuestro corazón se saltó un latido cuando obtuvimos acceso a la pelea final, obligándonos a sonreírnos entre nosotros como si de verdad fuéramos amigos, como si de verdad nos divirtiera estar juntos.
En particular, recuerdo un día en que, tras mucho esforzarnos en alcanzar nuestro nivel favorito, estando a nada de empezar la batalla final, nuestra presencia fue requerida en el comedor para cenar. A pesar de ser abandonados por nuestros padres durante horas, seguíamos teniendo un tiempo limitado para poder jugar tantos juegos pudiéramos. Había que aprovechar cada minuto para despilfarrarlo en freír nuestras neuronas con esos juegos. Y, siendo esta una anécdota de los tiempos en que la tecnología para guardar un juego era demasiado cara aún, nos vimos obligados a dejar el juego pausado y apagar la televisión para no perder nuestro progreso, con la promesa tácita de comer tan rápido como nos fuera posible y regresar en la menor cantidad de parpadeos posibles. Tras casi morir asfixiados, logramos engullir nuestros platillos sólo para encontrar a su hermano mayor, sentado en el suelo, con el control en sus manos y un juego distinto en la pantalla. Había tomado posesión de la consola e intercambiado el cartucho sin importarle nuestro esfuerzo. Todo el trabajo de aquella tarde se había ido al caño. Peor aún, nuestro acceso a la consola acababa de ser coartado aún más. Estábamos furiosos.
Quisiera decir que nos levantamos en armas en una lucha campal para recuperar el control de los controles, pero nuestros padres nos habían amansado suficiente para ese momento. No pudimos más que sonreír y decirle a su hermano “No, no importa. No era nada importante” mientras se creaba una herida emocional en nuestra psique.
El juego quedó tatuado en mi mente. Se mantuvo ahí cuando la amistad de mis padres con aquella familia se disolvió, y se mantuvo ahí cuando se me informó que nos sería imposible conseguir una consola de nueva generación. “Ya tienes una, con varios juegos, aprovéchala.” Y no, tampoco habría juegos nuevos. Pasarían años antes de que descubriera lo sencillo que era iniciarme en el mundo de la emulación y su casi nulo costo.
Más de veinte años después, regresé al mundo de uno de los cartuchos más representativos de mi infancia. Regresé a él con la intención de recuperar el estado de ánimo al que cientos de veces pude acceder en mi infancia. Esperaba sentir emoción, felicidad; un verdadero desafío lleno de memorias. En menos de una hora, fui capaz de terminar, casi sin problema alguno, sin siquiera perder más de una vida, aquel juego en su totalidad. A diferencia de lo que mi versión de ocho años podría haber argumentado, la batalla final que recordaba con tanto cariño no fue, ni de lejos, una recompensa justa por el tiempo que invertí en ello. Fue, a lo más, una nota un tanto menos desafinada en un concierto de movimientos genéricos y clichés sonoros. Fue como verme obligado a ver School Days en su totalidad una vez más solo para poder acceder a su episodio final y sus, relativamente menos pinches a comparación de todo lo que le precedió, siete minutos finales.
Se podría decir que, de cierta forma, el juego le era fiel a la serie en la que está basado. Al igual que ésta, estaba protagonizado por cinco adolescentes con actitud y la capacidad mágica de vestirse con un traje de un color saturado, situación que, inexplicablemente, les otorgaba la habilidad de estar mamados y saber luchar. De igual manera, la historia del juego en cuestión era la misma que cualquier episodio de la serie, un formuláico “chicos buenos salen a pelear con los chicos malos hasta que, al final, absolutamente nada cambia, se destruye, evoluciona o se aprende.” Es decir, en sí no le aportaba absolutamente nada al canon. A nivel técnico también podríamos argumentar que el juego estaba hecho de manera competente. Los controles eran responsivos, lo que aparecía en pantalla se asemejaba a lo que intentaba representar, y no hubo ningún momento en el que sintiera injustas las mecánicas de juego. Innecesarias, quizá, pero nunca injustas. Sin embargo, a nivel emocional, lo único que consiguió arrancarme fue un estado de confusión.
“¿Este nivel siempre estuvo aquí?” “¿Ya había peleado con este villano antes?” “¿En serio no me agarré un mod extraño en vez del juego que estaba buscando?” “¿Neta batallaba para pasar esto?”
Nada me resultó familiar. Cada escenario, cada jefe de nivel, cada arma o superpoder iban siendo registrados por mi cerebro como completas y totales novedades. Ni siquiera era que los hubiera embellecido la nostalgia, es que no estaban en mi memoria. No habían hecho impacto alguno en mí. No existían.
A pesar de que los juegos beat ‘em up como este nunca han sido conocidos por ser particularmente extensos, la idea de solo contar con cinco niveles, en todos los cuales mi única labor con el control era mantener presionado el botón derecho de la cruz direccional y, ocasionalmente, el botón de pegar cuando apareciera cualquier otro objeto en movimiento en pantalla me era risible. Había solo un carril de movimiento, el derecha-izquierda, mismo que se veía roto muy de vez en cuando por un barato “¡Mira nomás! ¡Le pusimos unas escaleritas o un montículo a este pasillo para que tuvieras una verdadera variedad!” de los developers. El desafío, tal parecía, era el poder aguantar el aburrimiento hasta alcanzar los créditos finales y poder apagar la consola. O el emulador en este caso.
Y, aunque se podría argumentar que existe el plus de que el juego (para un solo jugador, por cierto) te permite seleccionar a cualquiera de los primeros 5 Power Rangers en la historia de la franquicia antes de iniciar cualquier nivel, la realidad es que el trabajo de traducir a cinco actores de carne y hueso en versiones pseudo-animadas con píxeles no era precisamente el fuerte de la compañía que produjo este bodrio. A ver, siendo justos, los sprites de los personajes sin traje de Power Ranger están bastante bien estructurados y animados. Son versiones extremadamente estilizadas de los actores reales que, aunque no se parecen en lo más mínimo a los seres humanos reales, si transmiten el ideal de lo que representa el personaje. Por ejemplo, el Ranger Rojo, nunca bien ponderado por ser una masa musculosa con piernas de pajilla, si emanaba la energía de líder relativamente más musculoso que sus amigos. Y, para bien o para mal, el personaje del Ranger Rosa, internacionalmente conocida por tener la personalidad de “mujer” estaba diseñada para verse delgada y frágil, para mayor velocidad.
El problema es que todo el ingenio y presupuesto de los artistas de píxeles empezó y terminó con los personajes principales. Aún sobraba un poco de interés y ganas de trabajar al momento de diseñar las versiones de 16-bits de los jefes de nivel, mismos que, aunque estilizados como dibujos, no dejaban de parecer ser hombres con disfraces de hule-espuma de calidad dudosa. Sin embargo, al momento de diseñar los escenarios, todo se fue al traste. Los fondos de todas las áreas podrían haber aparecido en cualquier otra saga de juegos sin verse fuera de lugar. El juego cuenta con escenarios tan interesantes como “Ciudad”, “Fábrica”, o “Edificio en construcción”, locales que nadie nunca ha visto en un videojuego en la historia de la humanidad y que invitan a la imaginación de la audiencia. Como si eso no fuera suficiente, todos los enemigos de a pie son el mismo modelo con una sencilla variación de color.
Todo era tan mid-tier que no me quedó más que aceptarlo. Podría no haber sido fan del apartado visual del juego, pero tampoco podría decir que se veía terrible. Fue entonces cuando decidí seleccionar al ranger negro como mi primer personaje jugable. Fue entonces cuando todo se vino abajo.
La serie original, hay que aceptar, nunca brilló precisamente por su progresismo en lo que respecta a situaciones sociales o raciales. Es bien sabido que el personaje cuyo color representativo era el negro fue, misteriosamente, otorgado a un actor afroamericano. Lo mismo el personaje representado por el color amarillo, quien terminó siendo actuado por una mujer de ascendencia asiática. Queriendo darles el beneficio de la duda a los productores, podríamos pensar que sufrían del mítico daltonismo de piel que juran tener los boomers pseudo-progresistas cuando discuten sobre su xenofobia internalizado en las comidas familiares, pero lo cometido por los diseñadores y programadores de este videojuego no tiene perdón.
En primera instancia, al personaje cuya personalidad original era “el nerd de las computadoras”, no se les ocurrió nada mejor que aumentarle el peso para mejor representar el estereotipo asignado. “¿Cómo va a ser un nerd si no es gordo y miedoso? ¿A ver? ¿Quién se la va a creer si no?” Peor aún, para representar al único personaje afroamericano, no sólo les pareció adecuado animarlo como el estereotipo del chico negro de barrio incapaz de mantenerse quieto, que camina como si bailara mambo y que lucha como si hiciera breakdance callejero, sino que se tomaron la molestia de inflarle sus labios rojos y hacer énfasis en lo rizado de su cabello. Pensando mal, estuvieron a tres modificaciones digitales de otorgarle un rostro similar al de un mono. Y, lo peor es que, de haber sucedido esto, tanto para los desarrolladores como para el público en general, aquello hubiera sido un graciosísimo chiste porque la conciencia social no se engendró en la tierra sino hasta mediados de los 2000’s.
Decir que me sentí incómodo al jugar con este personaje durante apenas un nivel es una subestimación brutal. Si no es porque le tecnología del SNES no les permitía grabar voces de diálogo, ya hubieran puesto a la Ranger Amarilla a decir cuánto ama las matemáticas y cuán importante es ser honorable por respeto a sus ancestros cada vez que vence a algún enemigo.
No obstante, continué en mi aventura por recuperar la sensación de volver a experimentar el último nivel bajo el temor de, tal vez, sí haberme equivocado de archivo ROM. No fue sino hasta que me empecé a acercar a la parte más hacia la derecha del quinto nivel que empecé a recordar vagamente algunos detalles presentes en la pantalla. El fondo, un dibujo genérico de una cueva que podría ser lo mismo un planeta lejano o una mina embrujada, empezó a traerme algunos. Eran recuerdos polarizados, que escondían casi todos sus detalles debajo de espacios borrosos, pero no dejaba de sentir un poco de familiaridad. Todo eso cambió cuando me enfrenté al jefe del área, una especie de ninja comprado en la tienda de disfraces de segunda mano. En mi vida había visto eso. Aquello fue lo que cerró el espacio a la duda – este no era el juego. ¿Cómo podría olvidar que peleaba con un ninja en la luna? ¿Un ninja que nunca hizo esfuerzo alguno por defender su cara?
Pero, entonces, la pantalla transicionó a lo más cercano a una cinemática que la SNES podía generar, incluida la misma versión de bajísimo bitrate de la title screen, pero esta vez con un avoz robótica que, supuestamente, representaba a la del vocalista oficial y ¡BUM! Ahí estaba. Frente a mí. El nivel que había levantado de su letargo la memoria de este juego. Los dos personajes gigantescos, el robot que yo controlaba y el enemigo, se posicionaron, cada uno, en su esquina de la pantalla. Se rellenaron las barras de vida con un sonido especial y… entonces noté que estábamos en un escenario marítimo, con el sol poniéndose en el horizonte y un par de buques de guerra flotando pacíficamente a nuestro alrededor. Parecía como si alguno de los desarrolladores hubiera trabajado con anterioridad en un juego de Godzilla y simplemente hubiera copy/pasteado uno de los escenarios que le tocó desarrolar para evitarse la pena de trabajar un día más.
Esto tampoco lo recordaba. La emoción que de pronto explotó en mí, volvió a desaparecer. Mientras aporreaba con facilidad al villano en turno me pregunté si habían producido dos juegos sobre la misma franquicia y con el mismo nombre para la misma consola. Dos juegos que, casualmente, culminaban con una pelea estilo Street Fighter. Me parecía poco creíble, pero no encontraba otra respuesta. En pocos segundos vencí a mi contrincante y me dispuse a dejar mi control para “disfrutar” de los créditos finales y dar el viaje por concluido. Pero, antes de que pudiera hacer una mueca de desprecio, apareció el escenario lunar que recordaba haber visto tantas veces, con una especie de casino lunar instalado en el centro. Bueno, una versión de menor calidad, pero lo suficientemente cercana como para darme esperanza. Y, así como así, comenzó la batalla final. Estaba listo para recordar cómo se sentía experimentar este escenario.
Lo único que tuve que hacer fue presionar sin ton ni son el botón de ataque y nunca dejar de moverme hacia la derecha y, en cuestión de segundos, la victoria fue mía. ¿Mi recompensa? Además de la desilusión explícita en cada uno de estos párrafos, un montaje de casi tres minutos en donde un personaje baila “al ritmo” de la música de los créditos finales cerca de las representaciones en 16-bits de algunos personajes secundarios de la serie. Si entrecerraba los ojos podía, más o menos, adivinar quiénes se suponía que eran.
El personaje que bailaba, obviamente, era el de ascendencia afroamericana. Y, obviamente, bailaba de una manera estereotípicamente minstrelar.
Una vez más, decepción. Decepción completa. Peor aún, ¿quién demonios era ese individuo al que vencí en el último nivel? No era ninguno de los enemigos importantes de la serie, y tampoco había luchado contra algo similar en algún momento anterior del juego. Era un personaje al azar que, lo más probable, hubiera sido regurgitado de la libreta de secundaria de cualquier trabajador del juego para rellenar espacio. No sólo no estuvo a la altura de mi nostalgia, no representaba nada, ni siquiera una victoria moral en el corazón de quien jugara, haciéndome saber que salvé a la tierra de su destrucción o algo. Era un don nadie más. Todo, incluido el tiempo invertido en jugar este juego, era prescindible.
Y, lo peor, es que nada de esto es culpa del juego. Una vez más, el juego es decente. Es un producto bien hecho de su época que no esperaba hacer nada más que entretener medianamente a unos cuantos niños noventeros y recoger el dinero de sus padres. Pero era un juego que estaba bien. El problema fueron las expectativas que mi memoria me creó. El problema fui yo.
La nostalgia es un arma peligrosa. Si bien nos ayuda a generar serotonina gratis al proyectarnos las memorias que encapsuló por nosotros, también es la encargada de modificar nuestros recuerdos hasta que representan lo que sentíamos al momento de vivirlos, hasta que se conviertan en falacias. Cree que eso nos ayudará pensar que el mundo es menos terrible de lo que realmente es. Busca ayudarnos a escapar de la espantosa realidad que las generaciones pasadas construyeron para nosotros con tanto desdén para, si es posible, hacernos creer que seguir trayendo bebés a este mundo no es firmar una sentencia de muerte a los no nacidos desde su concepción, no es regalarles un mundo perdido y la promesa de, si les va bien, no tener futuro alguno. Y nuestro cerebro lo hace de la manera más sencilla posible. Cada vez que accedemos a nuestras memorias, las modifica. Se encarga de llevarlas cada vez más cerca de la ficción que queremos creer que vivimos, reescribiendo el nuevo recuerdo sobre el viejo y manteniendo nada más su nueva representación mental. Peor aún, mientras más veces accedemos al recuerdo, más cambios habrá en éste. Es decir, mientras más recordemos, más llenos de mentiras vamos a estar.
La máquina principal que nos mantiene con vida, nuestro cerebro, nos miente continuamente y sin pedir disculpas. Esta programado para mentirnos. El simple hecho de acceder a la ventana mental que nos permite revisitar nuestras memorias es darnos un permiso tácito e inconsciente de modificar nuestra propia historia, de reescribir quiénes somos y de dónde venimos. Recordar, aunque sea por un instante, es cambiar nuestra realidad para siempre. ¿Y para qué? Para sobrevivir, supuestamente. Para que toda esa información guardada en nuestra cabeza se vuelva, mágicamente, relevante a nuestro presente y nos permita mantenernos con vida. Nuestro pasado es sólo una herramienta que usa nuestro sistema para decidir quiénes vamos a pretender ser ahora. Nuestras memorias son más efímeras que nuestros sueldos.
Pero, si el punto es sobrevivir, ¿de qué me sirve saber que el juego que disfruté de niño era una cosa normalera, posiblemente producida en el menor tiempo posible nada más para generarle la mayor cantidad de ganancias a su productora? ¿De qué sirve saber que sólo lo recordaba con cariño por la amistad ficticia que creé con alguien? ¿De qué manera el saber esto me protegerá del peligro? Lo único que hice fue reemplazar un recuerdo feliz con una dosis de realidad amarga. La mentira de mi cerebro hacía sí mismo me regaló la posibilidad de reducir un porcentaje de mi felicidad para siempre. ¿Para qué? ¿Para hacer fehaciente la realidad de que, de niño, no contaba aún con un sistema de criterio establecido y hacerme dudar de todos mis recuerdos? ¿Para hacerme dudar de mí mismo y mis creencias? ¿Para decirme que ni yo mismo sé exactamente quién se supone que soy? Gran movida, nostalgia. No veo ningún problema latente en esta decisión.
Con razón todos los miembros de las generaciones anteriores no dejan de hablar de lo maravillosas que fueron sus épocas. El que se acuerdan nada más de las partes buenas, de cómo les hizo sentir y cómo su entorno era más agradable y lleno de oportunidades a raíz de ello es el efecto secundario de tener memoria. Mientras nuestro cerebro siga con vida, seguirá siendo el peor mentiroso que conozcamos. Como si eso no fuera suficiente, se toman la molestia de colorear las memorias con las emociones que siente que debieron sentir en el pasado para agregar ese sublime filtro de Instagram a sus videos cerebrales. Y, como dijo Paty Chapoy, “para allá vamos todos”.
Ahora vivo con el temor latente de que, lo más probable, es que todos los juegos que creí disfrutar en mi infancia son bodrios de esta misma calaña. Siempre supe que éramos presa fácil para todas las cash grabs de las empresas de entretenimiento en aquella época pero, ¿tanto? Con razón nuestros padres odiaban tener que soportar nuestros gustos de niños. Simplemente nos tragábamos el producto que nos pusieran en frente sin cuestionarlo, dejándonos manipular por cualquier cosa que nos presentara colores bonitos o personajes reconocibles, mientras ellos podían ver a leguas el trabajo mediocre de la mayoría de estos productos culturales.
Por eso, y muchas cosas más, ser adulto es una de las peores decisiones que cometemos los seres humanos.
¿Cuál será el próximo recuerdo nostálgico que me destruya a mí mismo?