Por: Jesús Galarza Puente
“La publicidad nos hace codiciar autos y ropa. Trabajos odiosos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos medianos de la historia. Sin propósito ni lugar. No tenemos la Gran Guerra. Ni la Gran Depresión. Nuestra gran guerra es espiritual. Nuestra gran depresión son nuestras vidas”.
– Chuck Palahniuk
En un mundo en que el consumismo se ha vuelto religión, cuesta trabajo diferenciar cuando gastamos dinero en cosas que son necesarias a cuando derrochamos el dinero en las que no lo son.
Tal parece que gastar en suscripciones y compras en línea se ha vuelto el antidepresivo de nuestra generación. Según indica una estadística del INEGI, los jóvenes de entre 18 y 25 años son los que más tiempo pasan buscando productos en línea, alcanzando un promedio de $2,051 por compra.
Pero, quizá este derroche aporte a nuestras vidas más de lo que podemos percibir de manera superficial. El gastar el dinero en productos y servicios aparentemente inútiles, tal vez logra darle algo de significado a nuestras vidas, mismas que se han reducido a un círculo vicioso resumido en la relación de producción-consumo.
Incluso, a veces, el valor ni siquiera está en los productos o servicios, sino en las sensaciones que nos dejan al obtenerlos. Aunque, por otro lado, hay algunos que nos aportan más valor en su ausencia. ¿Cómo es esto posible?
Nuestras vidas adquieren algo de sentido, un propósito, mientras esperamos la llegada del paquete que pedimos durante la noche en que no podíamos dormir. Cada día que pasa, tenemos algo que esperar hasta que, por fin, llega. ¿Ahora qué?
La satisfacción de poseer algo es cada vez más efímera debido a la cultura del consumo. Pero, la expectación nos da motivos para vivir un día más en espera de ese nuevo capítulo, temporada o secuela en nuestra plataforma de streaming favorito; ese paquete proveniente de una bodega con ubicación incierta en algún lugar de Asia; esa nueva prenda fast fashion plagiada que vimos en un hot-sale durante la madrugada; o cualquier otra cosa que el todopoderoso algoritmo nos haga sentir que necesitamos.
Pagamos por servicios de streaming con horas y horas de contenido, tanto que una vida completa no da para consumirlo en su totalidad, sólo para proyectar lo que nos hubiera gustado hacer de nuestras vidas a través de personajes de ficción.
La suscripción mensual nos abre la puerta a vivir nuestra fantasía a través de series que el algoritmo ha escogido para nosotros, en las cuales podemos volver a ser niños y ver las aventuras que nos hubiera gustado tener, o quizá un drama juvenil en el cual se reflejan nuestros deseos adolescentes truncados por el confinamiento y el distanciamiento social.
Incluso, cuando compramos fast-fashion no estamos pagando por la prenda, sino por el número de reacciones que tendrá la foto en que la estaremos usando. Cada una de las compras aparentemente inútiles que hacemos aportan un grano de arena para llenar nuestro vacío emocional.
Ha llegado el punto en el que nuestra necesidad ya no es obtener los productos y servicios, sino pagar por las sensaciones que estos nos aportan. Es entonces cuando el derroche digital se vuelve un escape para el embotamiento del espíritu cotidiano, la ansiedad de sentir que no hemos logrado nada y la devoradora angustia por el mañana.
Si el gastar en cosas de dudosa utilidad ayuda a liberarnos del malestar eterno de la vida moderna, entonces es un gasto innecesario, sí, pero es en pro de nuestra serotonina.