Por: Carlos Enrique Huarcaya Pasache
Educador y antropólogo, con mención en Estudios Andinos, por la PUCP. Con experiencia en implementación de proyectos artísticos de aprendizaje con niños, niñas y adolescentes. Gestor cultural e impulsor de iniciativas de educación no formal como la organización Misky Wayra. Interesado en educación rural, antropología de la escuela y antropología de los afectos, así como sexualidades en la escuela.
“Para una sociedad patriarcal, machista, heteronormativa, en que las disidencias y lo diferente es constituido como anormal, ser docente, varón y homosexual puede resultar problemático”.
La frase anterior es un extracto de un reporte autoetnográfico que escribí hace años cuando llevaba un curso de Antropología de la escuela para la maestría de Antropología que finalicé el presente año. Este último trabajo suponía explorar nuestra escolaridad desde cualquier ángulo que permita la reflexión, en torno a ella. En mi caso, quise explorar mi experiencia estudiantil y cómo esta implicó la construcción de mi identidad en la Educación Básica. Ello, porque sustenta, de algún modo, mi vivencia actual como docente y homosexual.
Así, mi propósito es problematizar mis propias vivencias en la escuela y cómo estas experiencias han hecho posible la construcción de mi identidad, pero también el visibilizar los grandes desafíos que recaen sobre el docente LGBT. Para esto, previamente, abordaré algunos puntos sobre mi experiencia escolar para recaer con fuerza en mi propia vivencia docente.
Para este ensayo, me inspiré en el texto de Giancarlo Cornejo (2010), quien realiza una autoetnografía sobre su historia personal, en torno a sus vivencias que interpelaron la construcción de su propio yo, en un contexto marcado por distintas experiencias homofóbicas, vividas de niño. Un aporte interesante que me invita también a explorar mi propio “yo”, desde mi subjetividad, y contrastar con algunos aportes teóricos.
Descubrirse en el tiempo
Lejos de determinar sobre la toma de consciencia de ser homosexual, en mi memoria guardo los recuerdos infantiles sobre mi atracción a las muñecas, los vestidos de mamá, los tacones, los aretes, etc. “¡Ponte esto, a ver!, ¡qué lindo te ves!”, palabras difusas en mí, mencionadas por Carmen, mi segunda madre, mi cuidadora, una cuasi cómplice durante mis primeros 16 años de vida y quien motivaba en mí esta exploración, al lado de mi melliza. A diferencia de mi hermano mayor, quien representaría el rol del típico adolescente “macho dominante”, con habilidades para galardonar a cualquier mujer, y quien criticaba mis exploraciones, mi melliza se mostraba más flexible frente a estas. Por su lado, papá y mamá mantenían una relación balanceada entre el péndulo de la calma y la tormenta.
5 años. La clase estaba aburrida. Prefería ir al baño para estar solo, bajarme los pantalones y sentir, placenteramente, la brisa en mi piel desnuda. “¡Sal del baño ya, mañoso!”. Sentí el dolor de la regla de madera en mis nalgas. Nunca entendí la razón, pero intuía que lo que hacía era malo y debía ser castigado. Estudiaba en un nido con principios católicos, en que la disciplina se ejercía, por medio de reglazos. Este ejercicio de la violencia no es, sino, una manera de propiciar el control de los cuerpos, con base a valores que pueden considerarse como legítimos para un grupo social, en este caso, las docentes de la escuela, de quienes inferimos, que este tipo de actos de exploración de la sexualidad, en un niño, eran considerados como sancionables. Es decir, a través de métodos que permitan el control por medio de la disciplina (Foucault, 2002).
Llegué a la Educación Básica, a un colegio católico para varones. Desde pequeño tenía una dislalia que se manifestaba en mi pronunciación del sonido de la “rr” en palabras como ferrocarril, perro, etc. Recibí burlas, por parte de otros niños; algunos maestros reforzaban estas, señalando “a ver, dilo de nuevo”. No toleraba la frustración, así que optaba por llorar. “¡Ya, shh…, shh…, los hombrecitos no lloran”, expresaba un profesor. A esa edad, no contaba con las herramientas para defenderme. Esto generó en mí cierta inseguridad. Siendo adolescente, me expresaba con palabras como lindo, bello, hermoso, ante algún suceso, una pintura o pieza musical. Entre el barullo del aula, escuchaba frases como “¡Habla como hombre!”, por parte de algunos chicos. También escuchaba frases similares por mis gestos, considerados afeminados. Esto podría relacionarse con lo señalado por Fuller (2012), respecto a que la feminización actúa como un discurso que simboliza la pérdida de la masculinidad, lo cual forzaría a los varones a mantenerse en los límites de su identidad de género. En este caso, profesores y compañeros de aula estarían forzando a que yo pueda “volver” a esa masculinidad hegemónica.
Fue, en el último año de la primaria, que, con Daniel, uno de mis mejores amigos de la niñez, conversaríamos acerca de nuestros primeros amoríos. Le llamábamos el “mejor amigo”, alguien que considerábamos especial. En lo oculto, subyacían nuestros primeros gustos hacia otros chicos. Entre nuestras intensidades y expectativas buscábamos que aquel “mejor amigo” pueda correspondernos en nuestras muestras de afecto. Los primeros besos y abrazos tan anhelados llegaron a darse con aquella persona. Ambos caminos tuvieron su desenlace. Uno más triste que el otro, tanto así que, hasta hoy, recordamos con cierta nostalgia aquellos momentos. La complicidad con Daniel me ayudó, de algún modo, a expresar mis sentimientos respecto a otros chicos. Pese a ello, ambos sabíamos, en nuestros códigos, que nadie debía enterarse. No imaginábamos que podría pasar, pero intuíamos un peligro latente.
En el último año del colegio, comencé a ser catequista. Sentía que era la única forma de liberarme de mis sentimientos por ese “mejor amigo” y encontrarme desde la religiosidad. Sí, estaba más feliz de involucrarme en actividades pastorales, pues, de algún modo, me sentía útil al servir a otros, en especial, por el descubrimiento de mi vocación como maestro. Si bien es cierto me fui adentrando en las actividades pastorales y el discurso católico, fue acrecentándose en mí la culpabilidad por quién era. Como abordaría Segato (2003), uno de los elementos más fuertes en la regulación de la sexualidad sería la religión, al determinar los comportamientos y normativas ligadas al género.
18 años. Comencé mis estudios en la especialidad de Educación Primaria. Vi una nueva oportunidad para demostrar quién soy o eso es lo que creía. Me propuse focalizar mi mirada solo en mujeres. Nadie podía enterarse de mi homosexualidad. Mantuve los valores aprendidos en la escuela, buscando a Dios en los sacramentos. Buscaba reprimirme y mantenía la fe por algún milagro que me libere de mi homosexualidad. Al ser estudiante de la facultad de Educación, me sentí presionado por otros amigos de otras carreras, al expresarme: “debes estar punterazo, porque, ya sabes…, son flacas” o “¿tú qué estás en una facultad de puras mujeres, debe estar tieso”. Enfrentarse a ellos, revelaría mi identidad. Lo mejor era el silencio.
Fin del mundo. Entre la histeria colectiva por el inminente apocalipsis, sentía que mi fin se acercaba. No quería contener un año más el irreparable sinsabor de mis sentimientos, de lo abominable que sentía ser yo mismo. “No quiero esto”, retumbaba mi voz en las paredes del consultorio. Una homofobia interiorizada que carcomía mi ser. Afortunadamente, el camino de la desculpabilización hizo que pueda entender mi historia, quién era, y las razones de mi existencia. Comencé a apoyarme en personas, que fueron descubriendo quién era yo. Comencé a construir mi propia felicidad.
Quise realizar esta exploración sobre la construcción de mi identidad sexual en la escolaridad para entender un poco los desafíos que me planteo como docente, desde dónde provienen mis luchas y también por qué el tema me interpela.
Ser profesor LGTB en la escuela: desafíos y sentires
Tarde o temprano llegaría el momento en que realizaría mis prácticas preprofesionales. El rito de todo maestro primerizo es llegar al aula y asumir la tutoría de un salón para desplegar las habilidades obtenidas en la carrera docente. En mi caso, quise trabajar en alguna escuela, ubicada en la sierra. Viajé a Abancay.
Asumí la tutoría de un segundo grado de primaria. La experiencia docente con niños y niñas fue maravillosa. No obstante, temía que sus familias se enteraran de mi homosexualidad, por miedo a sus reacciones. En Perú, según un informe de la Defensoría del Pueblo, en la “Encuesta para medir la opinión de la población peruana en relación con los Derechos Humanos”, realizada por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (2013), se obtuvo que un 45% de los encuestados considera que las personas LGTBI no deberían ser docentes. Existen distintos prejuicios como influencia de la homosexualidad en niñas y niños, algún tipo de situación de riesgo, etc. A ello, se suma que el 36% de los peruanos consideran que es peligroso dejar a un niño o una con un homosexual. Estas cifras son movilizadoras y me interpelan.
Me vi obligado a “performar” gestualidades más masculinizadas, como mostrarme un poco más tosco, engrosar mi voz o seguir las bromas, respecto al emparejamiento que me hacían con otras profesoras de la institución. Es decir, buscar generar una serie de transformaciones en mi performance, que, en palabras de Schechner, estaría siendo parte del proceso de conducta restaurada, un “[…] yo portándome como si fuera otro o “como si estuviera fuera de mí”, o “yo ‘como si no fuera yo mismo”, como si hubiera múltiples “yos” en cada persona” (2000, p.109). En otras palabras, no hacer evidente mi homosexualidad y evitar ser cuestionado.
Por otra parte, en Abancay, una niña me preguntó si alguna vez me había gustado alguien. “¡Claro!”, le dije, “como a todos”. “¿Y alguna vez has tenido novia?”, “pues, no, nunca”, “¿y novio?”. En realidad, nunca he tenido la oportunidad de establecer un vínculo amoroso con algún chico, así que no podría responder esa pregunta. Me hubiera gustado responderle: “no he tenido novio, pero alguna vez me gustó un chico”. Solo sonreí. En otra escuela, las niñas de mi salón estuvieron conversando acerca del día del Orgullo LGTB. Como era un tema de interés decidí traerlo a la asamblea del día. En ella, conversamos sobre el día señalado e indagué si tenían alguna opinión al respecto. Pese a no entender bien sobre el tema, sostenían que cada persona puede amar a otra sin importar si es hombre o mujer. Al finalizar, una de las niñas se me acercó y me dijo: “Kike, me encantaría tener un amigo gay. ¿Tú tienes amigos gays?”. “¡Claro!”, le respondí, “mi mejor amigo lo es”. “Debe ser genial tener un amigo, Kike”. Se fue contenta. Me dije en mis adentros: “no soy su amigo, pero sí su profesor que también es gay”.
Con esto, no me refiero a que los y las docentes tengamos que difundir nuestra vida privada. Solo quiero problematizar cómo es que es difícil ser transparente. En mi experiencia, en espacios pedagógicos, los niños preguntan a sus maestros sobre su vida, su humanidad y el amor que tienen por quienes son especiales para ellos. En una escuela, una niña de seis años le preguntaba a su tutora: “¿te gusta mucho tu novio?”. “Pues, claro, amo a mi pareja”. Hacer evidente a quién amamos es un ejercicio de humanidad, de poder construir miradas sobre la diversidad de nuestra sexualidad. En especial, en torno a reconsiderar las diversidades sexuales y de género, y el fomento del respeto en nuestras escuelas por nuestros estudiantes y su identidad.
Con esto último, por ejemplo, recuerdo una experiencia vivida en la misma institución del caso anterior. Había llegado a clase Fabiola, quien no la estaba pasando muy bien en su colegio de monjas; su familia pensaba cambiarla de escuela. Al parecer estaba viviendo actos de discriminación por su expresión de género. Fabiola se vestía con pantalones y polos holgados, y cabello corto. Solía juntarse más con los varones. Al final del día, nos pidió a la clase lo siguiente: “me gustaría que me hagan referencia a mí como él, no ella. Yo no soy una niña, soy un niño”. Silencio. Nadie se lo esperaba. De repente, otro niño le preguntó: “¿estás diciendo que eres un niño y no niña?”, “¡así es!”, “pero te gusta que te llamen Fabiola o Fabio?”, “Fabiola, pero soy un niño”. Todos se miraron y sonrieron con extrañeza, pero aceptando a Fabiola. Ella esbozó una gran sonrisa. Nunca volvimos a saber de ella.
Pese a no conocer la historia de Fabiola a profundidad, empaticé con ella. No imagino las muestras de discriminación que pudo sufrir. En Perú, existen distintas situaciones de violencia por orientación sexual- 55,8% reportó haber recibido agresión por su condición sexual en la escuela (Primera Encuesta Virtual para personas LGTBI, 2018), lo cual hace pensar sobre la necesidad de abordar una Educación Sexual Integral. Sin embargo, en el Perú, no existe una normativa nacional, con rango de ley, que respalde un programa de educación sexual desde un enfoque integral. Esta mirada de la Educación Sexual Integral no solo debería contemplar procesos fisiológicos de cada persona, sino también el fomentar el amor, el respeto, la prevención de la violencia hacia las diversidades. En esa línea, tomo las propuestas de Balvín, citado por Jáuregui (2019), en cuanto a que algunas demandas urgentes en la escuela son la capacitación y sensibilización sobre diversidad sexual. Y si bien existen programas como SISEVE, programa del Ministerio de Educación para denunciar algún tipo de violencia en la escuela, hace falta implementar políticas públicas que atiendan diversidad sexual. Una lucha que he comenzado a asumir desde mi identidad social como maestro, de fomentar el respeto a nuestras diversidades escolares. Lxs niñxs se lo merecen.
Es complejo mostrarse en contextos en que la búsqueda de la construcción de la sexualidad se orienta hacia la heteronorma. Por lo que el cuidado por parte de muchos profesores LGTB resulta ser aún un tema que requiere ser abordado, a fin de hacer sopesar el respeto de todos dentro del sistema educativo. Como señala Martínez (2018), muchos docentes LGTB perciben el evidenciar su orientación sexual como un riesgo, lo cual implica trabajar, en conjunto, dotando estrategias a cada profesor, que le permita liberarse a ellxs y al espacio educativo.
A modo de cierre
Mi interés personal por mi biografía como estudiante y la construcción de mi identidad homosexual proviene por problematizar distintos hechos en el contexto escolar. El uso de la memoria de las experiencias escolares, como señala Paul Willis (1999), puede revelar distintos comportamientos sociales de la cultura escolar. Esta “caja negra” que se abre al describir los sucesos vivenciados puede ser una puerta para darnos cuenta del nivel de participación de los actores sociales del sistema educativo. Acciones que realizamos en nuestra etapa escolar son formas de resistencia frente a las estructuras existentes en la escuela. Una representación de ir en contra de la opresión y que, pese a ello, como docente busco una alternativa a dicha realidad vivida.
Por otro lado, creo necesario cuestionar la heteronormatividad en la escuela, al buscar realzar aquellos comportamientos que son mayormente aceptados en cuanto a los roles que se espera que debe asumir tanto un varón como una mujer. En especial, cuando hablamos de instituciones con doctrinas conservadoras, la inmersión del discurso del hombre impío y a la vez pecador, sitúa al cuerpo como un elemento independiente de la performatividad del género y, además, como objeto que debe estar fuera de lo pecaminoso.
En suma, realizar esta breve autoetnografía ha resultado una oportunidad para revisar los desencuentros y resistencias que como estudiante he venido realizando para prevalecer mi propia seguridad. Ha sido interesante, el tener un panorama más claro de las incidencias dentro del contexto educativo y la construcción de la identidad. Como maestro, es una puerta para visibilizarme y reconocer los elementos de una lucha, en desencuentros y resistencias con otros sujetos del sistema y que, tras ello, es aún un punto pendiente en la agenda sobre la desmitificación a maestrxs LGTB, necesario, sí, para poder tener una educación mucho más diversa y humana.
Bibliografía
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Segato, R. (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Plataorma MercoSur Social y Solidario. Obtenido de http://mercosursocialsolidario.org/valijapedagogica/archivos/hc/1-aportes-teoricos/2.marcos-teoricos/3.libros/RitaSegato.LasEstructurasElementalesDeLaViolencia.pdf
Schechner, R. (2000). Restauración de la conducta. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires.