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Por: Aldo Fernández Miranda
Fotografía: Kenia Hernández

Imagínate disfrutando de la cotidianidad y normalidad de un día, estar en el asiento de una de las mesas que complementan a la cafetería de tu secundaria, tienes un apetito que pareciera insaciable de no ser por el sándwich con el pan medio húmedo por el tiempo de espera entre las clases y en el momento en que te encuentras. A tu alrededor, en el resto de las sillas se encuentran tus más cercanos amigos, jugando “¿Con quién te casas, a quién matas y a quién te coges?” Tu hambre es mayor a las ganas de jugar responder a alguna de esas preguntas. 

Después de que termina la ronda con cada uno de quienes están jugando, todos vuelven la mirada hacia tus ojos, llegó tu turno de responder. Escuchas como uno escupe sin pensarlo y con tono morboso, asegurándose de ponerte el dilema más difícil de la mesa, los nombres “Jacob, Edward o Bella”, tu mente se confunde; no recuerda esos personajes de donde quiera que sean y das un mordisco al pan mojado sin poder llegar a la rebanada de jamón, segundos después, del fondo de tu inconsciente, relacionas lo que te están preguntando con la primera película de una famosa saga. Ocho ojos continúan abriéndose desesperados de observar tus labios resolver la intriga.

 Te remontas a la apariencia del hombre lobo, claro en su fase de humano, recuerdas su muy trabajado cuerpo sin camisa, sus brazos, pectorales y hombros redondos, la dureza de sus abdominales que parecen ir más allá de la pantalla. Piensas en los ojos fríos que resultan en la mirada más caliente de todo el filme, la palidez de la piel del vampiro con apellido Cullen y cómo brillaba al exponerse a los rayos del sol. También está la protagonista, que a pesar de tener los gestos más planos no se le fue impedido a la producción construir un personaje sensual en su totalidad, logrado con los más sutiles gestos labiales y las más intimidantes miradas, y por supuesto con un uso adecuado de su tono de voz para que los susurros que salen de su boca fueran los raptores de tus oídos y te obligaran a mantener más activa tu atracción sexual, haciéndote dejar de lado la falta de trama y sentido de la cinta. 

Sigues mascando el pan mojado y desabrido, lo ingieres por fin, te ríes y respondes que no te cogerías a ninguno de ellos, no te interesa su apariencia por muy táctil que llegue a ser su “hermosura” a través de la pantalla. Los cuatro pares de párpados y cuatro bocas se mantienen suspendidos por tu respuesta, no entienden por qué piensas de esa manera y te cambian de personajes para asegurarse de que respondas a su juego, la respuesta sigue siendo la misma, tú sigues masticando sin entender la importancia que tiene responder a esa cuestión. 

Una boca se abre y te pregunta si alguna si tienes algún recuerdo malo que sea el causante de tu rechazo al sexo. Como un pug giras la cabeza a un lado con duda sobre el origen de la pregunta, respondes que no. Otra boca vomita un comentario: “seguro te violaron en tu infancia, deberías ir con un psicólogo” una más pone en duda el amor que te tienen en casa, “seguro no sabes lo que es amar y sentir, ¿cómo podrías rechazar una experiencia que nunca has vivido?”

 El sabor salado de tus lágrimas contamina tu paladar antes ocupado en el sándwich, tienes ganas de vomitarlo, pero no por lo grotesco del pan húmedo; los comentarios y diagnósticos impuestos se introdujeron con fuerza a tu estómago para golpearlo sin piedad. Lo que creías un día normal, con un pensamiento voceado inocentemente, se convierte en una marea agobiante y provocadora de ascos en el interior de tu mente. Tu vida cambió. 

Son las once de la mañana, el aturdidor timbre esparce silencia las voces de quienes te rodean; es hora de entrar a la clase de historia universal, hoy revisarán la guerra de Troya. Al llegar al aula aplastas tu trasero en el único pupitre con paleta de lado izquierdo. Limpias la humedad reseca en la piel de tu rostro, aún así, quien está a cargo de la materia, se percata de tu malestar, pregunta por la causa de tu pena: “Me caí cuando subía las escaleras, pero ya estoy mejor” 

La tristeza y soledad les dan la bienvenida a ti y a tu pequeño, feo y anormal secreto que prefieres callar por el resto de tu adolescencia y, probablemente, de tu vida. 

La aceptación se puede convertir en un compromiso derivado de la tolerancia. Las personas no necesitan ser toleradas, necesitan dejar de ser criticadas, juzgadas y perseguidas por ideas para ser atrapadas en diagnósticos que ignoran razones naturales sobre la atracción sexual hacia ningún género. 

Para dejar de señalar se debe entender; conocer lo “otro” en lugar de juzgarlo y huir de él por ser diferente a uno mismo. Por ello, es imprescindible comprender qué significa ser asexual.

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