Por: Jesús Galarza Puente
El cine artístico y experimental es caracterizado por llevar a los extremos aún no explorados la representación cinematográfica de la vida vista a través de los ojos de su creador y ser plasmada ante el lente de una cámara.
Repasemos los orígenes de éste en la corriente artística del Avant Garde y pensemos en cómo esas óperas primas del cine artístico experimental llevarían a una filmografía tan vivida que parecería extraída de un viaje producido por alucinógenos.
Históricamente el cine artístico experimental data de los años 1920, en el apogeo de corrientes como el dadaísmo y el surrealismo, cosa que impulsó a directores de esa época a llevar sus filmes a explorar el sinsentido del arte y la relación entre las experiencias físicas y el mundo de lo onírico que dan como resultado un viaje al subconsciente.
En los principios del cine experimental no se entraba de lleno en narrar una historia en la manera en la que convencionalmente lo hace una película, pues exploraba principalmente la narrativa visual y lejos de ser entendida pretendía que sus espectadores sintieran al momento de ser testigos de su exhibición; durante este período del género los creadores no eran storytellers, sino más bien artistas visuales que relataban a través de sensaciones creadas para ser absorbidas a través de la vista.
Un ejemplo claro de lo que es este género de la cinematografía en sus orígenes es el corto Anemic Cinema de 1926 de el director Marcel Duchamp que en este trabajo utilizó el seudónimo de Rrose Sélavy (posiblemente un juego de palabras en francés que fonéticamente pudiera ser entendido como “la vida es rosa”).
Las protagonistas de este corto en blanco y negro son espirales en movimiento que transmiten una sensación hipnótica a los espectadores, además de un puñado de frases en francés como “baños de grueso té” o “la aspirante vive en la lejía”, estas frases ambiguas parecen no tener significado, pero tomando en cuenta las tendencias dadaístas de su autor, podemos confirmar que efectivamente no lo tienen.
Saltemos algunos años hacía el futuro y hablemos de lo que fue este género en las décadas subsecuentes a 1940, cuando se combinó la expresión artística visual con la narrativa para contar una historia que combine elementos visuales surrealistas con una trama definida.
Las historias contadas por el cine de estas décadas parecían sacadas de un profundo sueño pues nos hacían presenciar viajes a mundos nuevos y extraños además de interacciones con seres que iban desde habitantes de mundos desconocidos, hasta versiones alternas de los protagonistas, así como el ego personificado de los mismos.
Una de las joyas narrativas de los años 40 es At Land de Maya Deren que nos lleva desde un baño en la playa hasta un viaje a través del ego de la protagonista quien se encontrará con diferentes representaciones de ella misma.
Otro tesoro de la filmografía experimental es La Vía Láctea (1969) de Luis Buñuel, quien a través de su cámara representa una puesta en escena repleta de simbolismos tanto religiosos como políticos con una estética propia del surrealismo que lo caracterizó.
Moviéndonos a tiempos más recientes, uno de los máximos exponentes del cine experimental es Gaspar Noe, director extremadamente controvertido y que tiende a representar en sus películas percepciones alteradas por el alcohol y las drogas.
Una de sus cintas más complejas es Lux Eterna del 2019 que hace una narración meta-cinematográfica al ser una película que en su historia desarrolla una película y su caótica filmación a través de un éxodo de luces y colores.
Gracias al cine artístico podemos conocer percepciones surreales de la realidad que compartimos todos; el cine de arte nos demuestra a través de sus obras que en verdad cada cabeza es un mundo y a la vez nos dejan ser turistas en la imaginación de artistas geniales como los citados a lo largo de este artículo.
Debemos reconocer al cine artístico y experimental el dar la oportunidad a visiones tan diversas sobre el mundo y la vida, retomando a uno de los máximos exponentes y pilares del género “El arte puede ser bueno, malo o indiferente, pero, sea cual sea el adjetivo empleado, debemos llamarle arte, y un arte malo sigue siendo arte, igual que una mala emoción sigue siendo una emoción” y el séptimo de los artes no es la excepción a la regla marcada por Marcel Duchamp.